La historia del Proyecto Manhattan es una de las más impactantes del siglo XX. Fue una operación científica y militar sin precedentes que cambió para siempre la forma en que la humanidad entiende —y teme— el poder de la ciencia. Impulsado por la urgencia de la Segunda Guerra Mundial y la amenaza de que la Alemania nazi desarrollara primero un arma nuclear, este proyecto reunió a algunos de los cerebros más brillantes del planeta para construir la primera bomba atómica.
Pero más allá del horror de su uso en Hiroshima y Nagasaki, el Proyecto Manhattan también representa un punto de inflexión en la historia de la ciencia: el momento en que el conocimiento dejó de ser solo herramienta de progreso y se convirtió también en un potencial instrumento de destrucción masiva.
¿Cómo comenzó todo? Ciencia, guerra y miedo
A principios de los años 40, físicos como Albert Einstein y Leo Szilard advirtieron al presidente Franklin D. Roosevelt sobre la posibilidad de que Alemania estuviera trabajando en una bomba atómica, basada en los descubrimientos de la fisión nuclear logrados por Otto Hahn y Lise Meitner en 1938.
La fisión nuclear —la división del núcleo de un átomo pesado como el uranio— libera una enorme cantidad de energía. Esta reacción en cadena, si se controla, puede generar electricidad (como en las plantas nucleares), pero si se descontrola, puede liberar una explosión devastadora.
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Robert Oppenheimer |
El Proyecto Manhattan nació oficialmente en 1942, bajo la dirección del general Leslie Groves y del físico J. Robert Oppenheimer, quien se convirtió en el director científico del laboratorio secreto de Los Álamos, en Nuevo México.
La ciencia detrás de la bomba
El desafío técnico era inmenso. Primero, se necesitaba obtener suficiente uranio-235 o plutonio-239, los únicos isótopos fisibles capaces de sostener una reacción en cadena. El proceso de enriquecimiento de uranio fue uno de los más costosos y complejos, involucrando instalaciones como Oak Ridge (Tennessee) y Hanford (Washington).
En paralelo, los científicos desarrollaron dos tipos de bombas:
Little Boy, que usaba uranio-235 y funcionaba con un mecanismo de "disparo", donde una masa de uranio era lanzada contra otra para iniciar la reacción.
Fat Man, que usaba plutonio-239 y requería un mecanismo de implosión mucho más sofisticado, donde explosivos convencionales comprimían el núcleo hasta alcanzar la masa crítica.
El 16 de julio de 1945, en el desierto de Alamogordo, se realizó la primera prueba nuclear de la historia: la prueba Trinity. Fue un éxito científico y un presagio aterrador. Oppenheimer citó entonces el Bhagavad Gita: "Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos."
Impacto inmediato y legado histórico
El 6 y 9 de agosto de 1945, las bombas fueron lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, matando instantáneamente a decenas de miles de personas y dejando secuelas por generaciones. Japón se rindió días después, poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial.
El uso de la bomba abrió un debate que aún hoy continúa: ¿era necesario utilizarla? Algunos sostienen que evitó millones de muertes al acelerar el fin de la guerra. Otros argumentan que fue un acto de terror innecesario contra una nación ya debilitada.
Reflexión ética y científica
Desde entonces, muchos de los científicos que participaron en el proyecto —incluyendo a Oppenheimer, Szilard y Joseph Rotblat— se convirtieron en activistas contra la proliferación nuclear. En 1955, Bertrand Russell y Albert Einstein firmaron el Manifiesto Russell-Einstein, que advertía sobre los peligros de una guerra nuclear.
En el libro "The Making of the Atomic Bomb" (1986), el historiador Richard Rhodes describe con detalle la evolución técnica y humana del proyecto, destacando tanto la brillantez como la contradicción moral de los involucrados.
Asimismo, en las últimas décadas, estudios como los publicados en la revista Physics Today han analizado la dimensión colaborativa y global del proyecto: participaron más de 130,000 personas, aunque muchos no sabían en qué estaban trabajando exactamente.
El inicio de una nueva era
El Proyecto Manhattan no solo cambió el curso de la guerra, sino que también marcó el inicio de la era nuclear. Desde entonces, el conocimiento atómico ha sido una espada de doble filo: por un lado, ha permitido desarrollar energía limpia y tratamientos médicos avanzados; por otro, ha creado un riesgo existencial para la humanidad.
La ciencia, en su esencia, es neutra. Pero el Proyecto Manhattan dejó claro que su aplicación no lo es. Hoy, cuando discutimos inteligencia artificial, edición genética o armas biológicas, el eco del Proyecto Manhattan sigue presente, recordándonos que cada gran avance científico viene acompañado de una gran responsabilidad ética.
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